Benigno Prego tenía una fotografía en blanco y negro que temblaba en sus manos: era la imagen de dos niños músicos, tomada en una aldea de Galicia. Al principio me fijé en los detalles, en los instrumentos, en la ropa, en cierta tristeza que rodeaba la escena. Pero pronto me di cuenta de que lo importante estaba en los ojos de Benigno, en cómo se reconocía junto a su amigo Rogelio Groba y recorría ciudades y nombres a través de la memoria. Dos veces hizo intención de hablar, pero guardó silencio. Mientras tanto imaginé los territorios que cruzaba: la vida en Gulanes, el esfuerzo de sus estudios en Madrid con Francisco Calés y Cristóbal Halffter o el recuerdo de las enseñanzas de Federico Mompou y Jesús Bal y Gay; el paisaje desde el tren, en los innumerables viajes donde anhelaba la presencia de su esposa, nuestra querida Tinuca, y sus hijos.
Benigno Prego fue exigente con todos y a nadie exigió tanto como a él mismo. Compuso música para voz y piano, cuarteto de cuerda, quinteto de viento…, pero estoy seguro de que su severa autocrítica nos ha privado de una obra mucho más amplia.
En el Conservatorio de Valladolid y en la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción hemos perdido a un maestro generoso, a un hombre culto y discreto, a un gran amigo que nunca olvidaremos.
Artículo publicado hoy por El Norte de Castilla
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