domingo, 28 de octubre de 2012

Imágenes de Marilyn


Josep Soler me describe la fascinación que le produjeron los carteles de Niágara en las calles de Barcelona: la imagen de Marilyn Monroe y las cataratas le impulsaron a entrar al cine de inmediato. Soler, siendo un niño, encontró dos objetos que le marcarían para siempre: una pianola francesa y una máquina de cine. Alquilaba y compraba películas;  más tarde perseguía determinados títulos con esa impaciencia que es inseparable de las pasiones. Las obras de Griffith, Wiene, Lang, Cocteau y Dreyer, entre muchos otros, han sido indispensables en la configuración de su estética y, con frecuencia, inspiradoras del concepto escénico de sus óperas. Pero a ninguno de esos cineastas Soler ha dedicado un poema. A Marilyn, sí: un extenso poema sin signos de puntuación que discurre por paisajes de una bellísima y delicada tristeza.
He pensado en ese poema al visitar la exposición Marilyn, en la Casa Revilla de Valladolid, con fotografías pertenecientes al archivo histórico de la Getty Images Gallery. La vemos en situaciones muy diversas: maquillándose, asomada a la terraza del Hotel Ambassador, con Arthur Miller o Laurence Olivier… En ese instante detenido de cada fotografía percibimos dos proyecciones del tiempo: lo que la rodea está circunscrito a un momento histórico, fechado; Marilyn, sin embargo, parece estar fuera de él, hablándonos en el presente, porque sumamos cuanto sabemos de ella desde que se tomó esa imagen, y comprendemos que tras el carmín estallando en su sonrisa, se escondía el dolor congelado en unos versos: “Siento que la vida se me acerca / cuando lo único que quiero / es morir”. Y eso la aproxima a nosotros, como si hubiéramos recibido un secreto de sus labios.

(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 28 de octubre de 2012)

jueves, 18 de octubre de 2012

La ciudad de plata


Cuando visitamos con frecuencia cualquier lugar, descubrimos siempre algo que nació en las ocasiones anteriores y ha ido creciendo, silenciosamente, en nuestra memoria. Dice el neurólogo Antonio Damasio que en la base de cada pensamiento racional hay una emoción. Lo recuerdo ahora, tras un largo paseo por Burgos, como si fuera descifrando la ciudad con otros ojos: guiado por un libro de Óscar Esquivias, La ciudad de plata, que cumple una función de intérprete para quien la recorre: un filtro situado entre un edificio, una calle o un jardín, que mezcla la experiencia del autor, sus emociones, y las nuestras.
Hay, sin duda, una ciudad invisible que sólo se aparece a quienes la habitan y es producto de la intimidad del tiempo y el espacio. Descubrimos paisajes que tienen una vida, la de Esquivias en este caso, que para mí es conmovedoramente familiar: ambos pertenecemos a la misma generación y compartimos referencias sociales, políticas, artísticas, e incluso los héroes infantiles, las series de televisión y una forma irrepetible de acercarse al cine y evolucionar desde los títulos, autores y directores que poblaban las carteleras de nuestra adolescencia hasta el ámbito estético que hoy a los dos nos interesa.
Son constantes la delicadeza y el cariño con los que Óscar Esquivias describe a Burgos en estas páginas -minuciosas al detallar el aroma de flores y plantas, o el vuelo de mirlos y verderones- que guardan el itinerario de su vocación literaria a través de una ciudad iluminada por poetas escondidos en los más diversos oficios.
Y he podido imaginar el invierno sobre una arquitectura y un entorno que permiten "sentir el susurro del río como si fuera un remordimiento". 

(Artículo publicado el El Mundo, edición de Castilla y León, el 14 de octubre de 2012)

miércoles, 10 de octubre de 2012

Reencuentro con Félix Antonio


Solía decir Félix Antonio González que desde la muerte de su padre, el compositor Félix Antonio, no había vuelto a poner las manos en un teclado para evitar que los fantasmas le pasaran la hoja. En cualquier circunstancia de la vida, Félix tenía la referencia de su padre, que no se proyectaba sobre él como una sombra sino, por el contrario, como una luz que comenzó en su infancia y no le abandonó hasta su muerte. Al describir esos primeros años, Félix dejaba constancia de un mundo gris y triste, sórdido en ocasiones, pero cuyas consecuencias nunca llegaron a afectarle gracias a su padre y al ambiente que le rodeaba: la música, la literatura, las artes plásticas… Los amigos de su padre le hacían partícipe de todo aquello con absoluta naturalidad: Félix leía en los versos que llevaba a su casa Jorge Guillén, descubría la pintura mientras veía los pinceles de Cristóbal Hall y, a los cinco años, recibió en su casa la visita de Federico García Lorca, además de muchos otros artistas que residían o se encontraban, circunstancialmente, en Valladolid.
Por eso, cuando el compositor Francisco García Álvarez defendió el pasado lunes su tesis doctoral sobre Félix Antonio, en la Universidad de Cantabria, me emocioné al sentir la ausencia de Félix, porque habría comprobado que el excelente trabajo de nuestro común amigo ponía de manifiesto lo que durante tantos y tantos años parecía  haber sabido sólo él, como quien porta un maravilloso tesoro que es invisible a los ojos de los demás, con la enorme tensión entre alegría y angustia que eso conlleva.
Estoy seguro de que Félix hizo realidad, por un instante, algo anticipado en unos versos suyos: “se me verá una lágrima... / O una estrella”. 

(Artículo publicado el El Mundo, edición de Castilla y León, el 30 de septiembre de 2012)

sábado, 6 de octubre de 2012

Burgos


El pasado sábado toqué en la Casa del Cordón, de Burgos, el programa-homenaje a Jordi Savall. 


Con Carme Fernández-Vidal, Teresa Catalán y Francisco García Álvarez, tras el concierto