Al
visitar la exposición dedicada a la Real Academia de Bellas Artes de
Valladolid, en la Sala de Las Francesas, recordé a Miguel Frechilla en su
estudio. Allí, entre centenares de libros, discos y partituras que Miguel puso
en mis manos con una generosidad extraordinaria, me habló de la Real Academia,
a la que pertenecía desde 1987. Lo hizo mientras me regalaba un ejemplar de su
discurso de ingreso, dedicado a la obra pianística de Manuel de Falla, cuya
lectura comencé al tiempo que bajaba las escaleras, de vuelta a casa, con un
nuevo texto en el que pensar, para ser comentado con él una semana más tarde.
Ese día, Miguel me explicó las funciones de la Real Academia junto a un breve
repaso de su historia (se fundó en 1779 por un grupo de aficionados a las
matemáticas y fue admitida, en 1783, bajo la real protección de Carlos III…)
con esa curiosidad vitalista que le hacía interesarse por todo y contagiar su
entusiasmo a quienes le rodeaban.
Y,
naturalmente, la primera vez que asistí a un acto de la Real Academia de Bellas
Artes de la Purísima Concepción fue a una conferencia suya, rodeado de sus
compañeros, de los que me había hablado para que no perdiera ningún detalle que
considerase importante en mi formación.
Cuánto
me habría gustado pasear con él por esta muestra que lleva una parte del legado
de su querida Real Academia a la ciudad en la que siempre vivió. Tanto como que
conociera a los nuevos compañeros y disfrutase de su trabajo y su amistad, del
cuidado y preservación del patrimonio y el impulso a la creación contemporánea
que esta institución, presidida actualmente por Jesús Urrea, se esfuerza en
promover y difundir, con esfuerzo y amor, entre todos nosotros.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 16 de septiembre de 2012)