Habían
insistido varios profesores del instituto en que íbamos a escuchar a un gran
escritor, pero éramos adolescentes y a menudo comprobábamos que el interés de los
adultos coincidía en raras ocasiones con el nuestro. Así que llenamos la sala
del peculiar y transparente escepticismo que caracteriza esos años y, sin grandes
expectativas, esperamos la llegada de aquel hombre tan destacado. Apareció y
todos guardamos silencio, ese silencio palpitante que parece propicio para que
fluyan la emoción y el asombro. Recitaba poemas intercalando comentarios y
preguntas que hacía mientras estiraba un collar por encima de una camisa llena
de los más diversos dibujos y colores. Nos impresionó, sin duda, porque ninguno
esperaba ni remotamente lo que estábamos presenciando. Y fue conmovedora la
autenticidad que transmitía, la fuerza y la pasión en su lectura, la
deslumbrante lucidez que sentíamos como una celebración de la inteligencia.
Se llamaba Agustín García Calvo y,
en ese mismo instante, comencé a buscar sus libros y artículos, cualquier
mención que se publicara en periódicos y revistas, muchas de éstas nada fáciles
de conseguir. Además de sus textos, me descubrió los de autores (Parménides, Aristófanes,
Plauto, Lucrecio, Sem Tob…) a quienes leí por primera vez gracias a él.
Ahora, tras su muerte -al margen de
algunos de sus planteamientos políticos, que ya desde entonces me resultaban
poco próximos-, estoy convencido de que el conjunto de su obra ha de seguir
alentando una esperanza en esta sociedad
que a veces desprecia lo mejor de sí misma y permite que la injusticia y la mezquindad
acaben abalanzándose, puede que irremediablemente, sobre el amor, la libertad y
la belleza.
(Artículo publicado el El Mundo, edición de Castilla y León, el 11 de noviembre de 2012)