Rítmica, dinámica, pedal, de Karl Leimer, fue el libro que Miguel Frechilla, al finalizar nuestra primera clase, sacó de las estanterías de su biblioteca para decirme que lo leyera. Así terminó cada una de sus inolvidables lecciones, semana tras semana, durante algo más de cuatro años. Hoy he pasado la tarde estudiando en su piano, junto a todos los discos y libros que rodean la estancia en la que Miguel me enseñó, con su característico apasionamiento, a amar la música sobre todas las cosas de este mundo. Muchos alumnos sienten verdadera aversión a las escalas, arpegios y cualquier otro tipo de ejercicio. A Miguel, por el contrario, le fascinaron desde su primer encuentro con el instrumento. Encontraba un placer sensual en el contacto con el teclado y estaba convencido de que la música estaba en la mayor o menor inteligencia del intérprete para extraer algo valioso de cualquier texto, por inexpresivo que pareciese. Creo que de ahí venía su enorme capacidad para disfrutar, no sólo con la música, sino en todos los aspectos de la vida. (Daniel Barenboim, en Una vida para la música, ha escrito que desde muy temprana edad, siguió el principio de “no tocar jamás, ni una nota, mecánicamente.”)
Ya muy enfermo, fui a visitar a Miguel al hospital y lo encontré como esperaba: leyendo la prensa (ABC y El Norte de Castilla) e interesándose por mi trabajo. Era un hombre incondicional, para lo bueno y para lo malo. Yo tuve suerte: siempre estuvo de mi parte.