Aunque
convivan a lo largo de muchos años con nosotros, hay personas que se hacen
indisociables a una etapa precisa de la vida y resulta casi imposible construir
su narración lejos de su presencia determinante.
Gabriel
Pellitero se encontraba muy enfermo. Tanto que sentíamos la inminencia de su
muerte, de esa despedida que transforma el mundo del que formábamos parte: el
final del mundo, en palabras de Jacques Derrida, “como totalidad única, por lo
tanto irremplazable y por lo tanto infinita”.
Recorro
mi infancia y juventud, el color del verano sobre las eras y los parques de
Medina de Rioseco que enmarcaban los juegos en un tiempo sin orillas. Si
queremos saber quiénes estaban allí o no, basta con evocarlos y comprobar si su
recuerdo proyecta esa luz idéntica, recién nacida siempre, inalterable.
Don
Gabriel fue párroco de Rioseco durante más de medio siglo. Suficiente para ser
testigo de toda felicidad y de toda tristeza. Ofició la boda de mi padre en
1970 y su funeral en 2005. En el mismo lugar de Santa María, la iglesia en cuyo
órgano descubrí la inagotable hermosura de las músicas compuestas por Cabezón,
Correa o Cabanilles. Las escucho ahora, mientras se alejan los ruidos de lo prescindible
y sólo permanece esa armonía que desearíamos traer hasta nosotros y habitar en
ella.
Conservo
la imagen de don Gabriel en su despacho, rodeado de libros que suscitaban mi
atrevida curiosidad: colocados juntos los que servían como registro de
nacimientos y los que consignaban las defunciones. Entre esos volúmenes latían
las serenas fuentes y las verdes praderas que él me mostraba en los Salmos.
Y
hacia ellas caminó firme y seguro: convencido de que iba a disfrutarlas eternamente.
(Publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 28 de abril de 2013)
(Publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 28 de abril de 2013)
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