Llega
la carta de un gran amigo que suma a su talento como escritor una sutil
capacidad para el análisis político. En el texto detalla sus últimas lecturas
y, como es muy amable, se extiende sólo en las que supone interesantes también para
mí: en primer lugar, y con mayor extensión, El
refugio de la memoria, de Tony Judt; después, Hitch-22, las memorias de Christopher Hitchens, y por último, La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, un poeta que mi
amigo y yo no hemos dejado de leer desde su conmovedora Antífona del otoño en el valle del Bierzo. Pero no son Judt, ni
Hitchens, ni Mestre el motivo central de su texto, sino lo que señala como “esa
corriente tan extendida de buscar lo peor de todo y de todos, que hace
insoportable el hecho mismo de abrir el periódico o escuchar la radio en un
mundo del que no se reconoce virtud alguna”. Coincidimos en la idea de que un cierto
espíritu centrado en lo mejor de las personas ayuda a su avance. Al menos de un
modo parecido al que Fernando Birri mostraba en su intento de explicar la
utopía: consciente de que ésta iba alejándose en la misma medida que él iba
avanzando, concluyó que la utopía servía para eso: para caminar.
Nos
recuerda George Steiner que “los hombres son cómplices de aquello que les deja
indiferentes”. Por eso el optimismo tiene que estar sustentado en el amor a los
demás, no en una actitud vacía, basada tantas veces en la ignorancia, la
omisión o el desprecio de los problemas que no sufrimos en primera persona y
que, vistos desde la distancia, parecen menos importantes que las nimiedades
agrandadas sin límite por puro narcisismo. Y nunca, en ninguna circunstancia,
debemos hacer invisibles a quienes sufren.
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