Cada muerte trae palabras nuevas para nombrar el vacío. Palabras que ocupan el silencio y buscan el recuerdo de la pérdida. Ha muerto Isabel Guerras y las palabras me llevan al edificio del conservatorio donde iba a examinarme, siendo un niño. Allí estaba Isabel junto a otros profesores a quienes también admiraba y que formaban un claustro excepcional. No podía saber entonces que, desde ese momento, Isabel Guerras iba a ser una presencia constante, como referencia, compañera y amiga. Era una suerte disfrutar de su alegría ante la experiencia de la música, de su curiosidad insaciable y su desbordante ilusión. Una actitud profundamente inspiradora que ha mantenido siempre. Esta misma semana hablamos sobre un concierto que iba a dar ella en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. “¿Estás seguro, Diego?”, respondió. Pronto me leyó el programa y tras decir algo solamente comprensible para un intérprete -“qué nervios, qué bien”-, sonrió de esa forma tan maravillosa, tan inolvidable… Una sonrisa que escucho al cerrar los ojos y que siento con la tristeza de lo irrepetible.
El amor hace que nadie pueda sustituirnos, pero a partir de ahora veré a Isabel en cada uno de mis compañeros, de quienes eran alumnos o profesores y trabajaron con generosidad para que el conservatorio fuera el corazón de la música en Valladolid, el lugar donde se daba vida a los sueños de tantos y tantos que estábamos juntos entonces y ahora.
Por aquellos años me fascinaba la idea de poder observar la luz de estrellas que ya habían desaparecido. Así, de ese modo, seguiremos aprendiendo de Isabel, al sentir una luz que es parte esencial de nosotros mismos.