domingo, 23 de enero de 2011

Lámparas


El viernes se presentó Lámparas, el nuevo poemario de Luis-Ángel Lobato, en Medina de Rioseco. (Las fotografías son de Fernando Fradejas)



Oscar Wilde señalaba con mucho acierto que “sólo podemos ser objetivos con lo que nos resulta indiferente”. Por eso, porque Luis-Ángel Lobato es un gran amigo desde hace tanto tiempo, me resulta difícil ese tono de objetividad que requiere la presentación de un texto, el enfoque exacto y riguroso para que, según la idea de Carlos Edmundo de Ory, no se me suba la sangre a la palabra. Aunque quizá de eso se trate, ya que la lectura de un libro como Lámparas es tan sobrecogedora e intensa que lo principal y urgente es dejar constancia de haber vivido una iluminación poética de altísimo nivel, de haber cerrado un libro que, como todos los suyos, volverá a abrirse a lo largo de los años.
"Deambulad entre la niebla y observad los mensajes de la escarcha, día tras día”. Como en este poema de Pabellones de invierno, así nosotros deambularemos por estas páginas y observaremos estos versos una y otra vez: todo aquello que se nos escapó en las anteriores lecturas, esa belleza que fue esquiva entonces y que tomará, poco a poco, la forma de nuestro deseo, de ese deseo que transforma cuanto toca y nos permite desvelar lo inadvertido en otro contexto, pero mostrado desde el primer instante por el poeta.
He paseado muchísimas veces con Luis-Ángel y siempre me deslumbró la infinita lucidez de su mirada. Nos deteníamos en medio del campo y decía: “Mira, Diego, un paisaje lunar”. Y, desde luego, lo era. O en un pequeño rincón de Rioseco: “Mira: Irlanda”. Ese poder evocador, esa capacidad para ver con nitidez lo que la costumbre oculta, es llevado al extremo en sus poemas, en una superposición y riqueza de imágenes extraordinaria e infrecuente, creadoras de un mundo poético singular, irrepetible.
En una entrevista con Miguel Casado, recopilada en su libro De los ojos ajenos, Luis-Ángel Lobato explica que “la ficción es lo supremo para quien escribe. La madurez de una escritura pasa por ir profundizando en esa ficción, que es distancia con el personaje del poema”. Señala que, antes de Galería de la fiebre, su lenguaje “tenía un barroquismo bastante influido por algunos surrealistas, como Aleixandre o Paul Eluard”. A partir de su primer libro publicado hay una búsqueda constante de un lenguaje más sintético que va evolucionando y desgranándose en las obras posteriores, hasta llegar a Lámparas, que se presenta en la hermosa edición de Tansonville, que el editor, también poeta y amigo Eduardo Fraile dirige con un cuidado y delicadeza que únicamente puede dar frutos bellísimos.
Luis-Ángel ha manifestado que Lámparas es la historia de amor de un hombre en un solo día, de ahí su división en “Mañana”, “Tarde” y “Noche”. Pero en un día caben todos los días y en un amor concreto, todo el amor del mundo. “Lámparas” es una palabra que aparece en cada uno de los libros de Luis-Ángel. En Galería de la fiebre, leemos: “Dentro de esta noche / el temblor de las lámparas, el invierno / encendido / al final de las horas, la locura / de mis ojos verdes, / de pronto”. En el primer poema de Pabellones de invierno: “Aquel invierno usurpado, el enfermizo panorama del / humo, algo / como la alergia de un arañazo en el yeso / o un mapa de humedad al sur de las grietas. Las lámparas”. Después: “Aparecía como un rasgo en la ventana, apenas un cambio / de color. Sin embargo, / iba desvaneciendo el significado de los objetos, el tono / espeso / y curvo de las lámparas, entonces ya, encendidas en la / tarde”. En Regreso al tiempo, vuelven a aparecer: “Una visión ondulada: el borde al despertar. Aquel tiempo decaía como un portal sin retorno: visillos de lámparas encolados por el crepúsculo”. También: “Desde las lámparas visibles, una berlina cruzando el aire, lentamente como la edad, como las amapolas negras”.
Ahora las lámparas iluminan el título de este último libro de Luis-Ángel Lobato, que se abre sin excusas, con la exposición directa del yo poético que va a acompañarnos en la obra: “Nada más. // Pero no sé por qué pronuncio / tu nombre. // Suturo sus grafías / en un papel cobalto / y las transformo / en sonidos / al llegar tóxica / la ensamblada luz / del amanecer. // La nieve es inconstante / pero resiste. // Los tejados ayer fueron / escarlatas. // Ahora fluyen luminosos. // Me siguen hablando de ti”.
La nieve, siempre. Esa nieve real y metafórica a partes iguales que cruza cada poema y ese color que Luis-Ángel nos describe: “Atardecía / entre las congeladas cúpulas / de cinco millones / de azules rascacielos”. “Recibo informaciones, / parpadeos / títulos tachados / con carmín sobre la nieve”.
Hay un momento decisivo, que ha ido aumentando en cada lectura del libro. No solamente por el valor que como tal poseen: también por su efecto de desembocadura de cuanto les precede. Los dos últimos versos de uno de los poemas de “Noche”: “Te llevaría a poblar / un nuevo mundo”. Creo que no hay síntesis más pura del amor, del deseo del enamorado, de ese tesoro inabarcable que lleva con él –en sí mismo, inundándolo por entero- y no sabe dónde colocar cuando se rechaza. “Te llevaría a poblar / un nuevo mundo”. Esa visión más allá del anhelo por compartir la vida en un espacio conocido y habitado, sino de inaugurarlo todo, de que ese amor desborde tiempo y geografía.
Sólo un poeta como Luis-Ángel Lobato puede llevarnos a esa desolación y a esa esperanza.

domingo, 2 de enero de 2011

Esa luz

Veo a muchas personas convencidas de ser la suma de lo que han conseguido. Parecen no darse cuenta de que también somos, y quizá en mayor medida, aquello que hemos perdido, todo eso que alguna vez fue nuestro y no lo es ya; aquello que estuvo rozándonos las manos y no logramos que permaneciera en ellas. Esos huecos nos definen, nos constituyen y, tantas veces, son la respuesta para esas reacciones inexplicables, para esos silencios que no sabemos rellenar con nada, para esa súbita inquietud que no somos capaces de justificar. De todo eso estamos hechos: de ese amor que la vida despierta a su capricho, de ese amor que vemos tan real y prodigioso, pero que es invisible a su destinatario; de esos adioses infinitos, de esa luz que el recuerdo enciende cada día.