Josep
Soler me describe la fascinación que le produjeron los carteles de Niágara en las calles de Barcelona: la
imagen de Marilyn Monroe y las cataratas le impulsaron a entrar al cine de
inmediato. Soler, siendo un niño, encontró dos objetos que le marcarían para
siempre: una pianola francesa y una máquina de cine. Alquilaba y compraba películas; más tarde perseguía determinados títulos con
esa impaciencia que es inseparable de las pasiones. Las obras de Griffith, Wiene,
Lang, Cocteau y Dreyer, entre muchos otros, han sido indispensables en la configuración
de su estética y, con frecuencia, inspiradoras del concepto escénico de sus óperas.
Pero a ninguno de esos cineastas Soler ha dedicado un poema. A Marilyn, sí: un
extenso poema sin signos de puntuación que discurre por paisajes de una
bellísima y delicada tristeza.
He
pensado en ese poema al visitar la exposición Marilyn, en la Casa Revilla de Valladolid, con fotografías
pertenecientes al archivo histórico de la Getty Images Gallery. La vemos en
situaciones muy diversas: maquillándose, asomada a la terraza del Hotel
Ambassador, con Arthur Miller o Laurence Olivier… En ese instante detenido de
cada fotografía percibimos dos proyecciones del tiempo: lo que la rodea está
circunscrito a un momento histórico, fechado; Marilyn, sin embargo, parece estar
fuera de él, hablándonos en el presente, porque sumamos cuanto sabemos de ella desde
que se tomó esa imagen, y comprendemos que tras el carmín estallando en su
sonrisa, se escondía el dolor congelado en unos versos: “Siento que la vida se
me acerca / cuando lo único que quiero / es morir”. Y eso la aproxima a
nosotros, como si hubiéramos recibido un secreto de sus labios.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 28 de octubre de 2012)
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 28 de octubre de 2012)