De
los cinco volúmenes en los que Leonard Woolf publicó sus memorias sólo el
último, que abarca desde 1939 hasta 1969, está traducido al castellano. Un
periodo decisivo en el que la guerra no está presente a través de un
pormenorizado análisis histórico, sino de la experiencia de quien contempla y
sufre el horror, acompañado de amigos entre los que se cuentan algunas de las
mentes inglesas más brillantes de su tiempo. El 28 de marzo de 1941 se suicidó
su esposa, Virginia Woolf, referencia absoluta y definitiva, una escritora
extraordinaria con una personalidad que nos seduce y sobrecoge a lo largo de su obra.
Pero,
además, hay en estas memorias un pensamiento que las cruza y que tiene tanta
vigencia en el lugar y el momento de su escritura como en la Castilla y León de
2013, ya que es el material mismo que distingue las actitudes ante esta crisis
que vivimos: qué lugar ocupa el otro, qué valor tiene en nuestra propia vida.
Seguro que Leonard Woolf suscribiría, también, esas tres pasiones que guiaron
la vida de Bertrand Russell: “el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y
una insoportable piedad por el sufrimiento humano”.
Woolf
defiende una sociedad consciente de que cada uno de sus miembros es un
individuo libre, que sufre y ama igual que yo, porque de lo contrario se le
cosifica y pierde su identidad dentro de una masa etiquetada con un término
aséptico de apariencia técnica. Así resulta mucho más sencillo, incluso para
una eventual justificación, porque las etiquetas no sufren, no aman, no tienen
ojos ni palabras que nos permitan reconocer a ese “otro yo” -tan distinto, tan
real, tan emocionante- que habita en todas las mujeres y en todos los hombres
de este mundo.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 17 de agosto de 2013)