jueves, 22 de agosto de 2013

Distinto, real, emocionante

De los cinco volúmenes en los que Leonard Woolf publicó sus memorias sólo el último, que abarca desde 1939 hasta 1969, está traducido al castellano. Un periodo decisivo en el que la guerra no está presente a través de un pormenorizado análisis histórico, sino de la experiencia de quien contempla y sufre el horror, acompañado de amigos entre los que se cuentan algunas de las mentes inglesas más brillantes de su tiempo. El 28 de marzo de 1941 se suicidó su esposa, Virginia Woolf, referencia absoluta y definitiva, una escritora extraordinaria con una personalidad que nos seduce y  sobrecoge a lo largo de su obra.
Pero, además, hay en estas memorias un pensamiento que las cruza y que tiene tanta vigencia en el lugar y el momento de su escritura como en la Castilla y León de 2013, ya que es el material mismo que distingue las actitudes ante esta crisis que vivimos: qué lugar ocupa el otro, qué valor tiene en nuestra propia vida. Seguro que Leonard Woolf suscribiría, también, esas tres pasiones que guiaron la vida de Bertrand Russell: “el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento humano”. 
Woolf defiende una sociedad consciente de que cada uno de sus miembros es un individuo libre, que sufre y ama igual que yo, porque de lo contrario se le cosifica y pierde su identidad dentro de una masa etiquetada con un término aséptico de apariencia técnica. Así resulta mucho más sencillo, incluso para una eventual justificación, porque las etiquetas no sufren, no aman, no tienen ojos ni palabras que nos permitan reconocer a ese “otro yo” -tan distinto, tan real, tan emocionante- que habita en todas las mujeres y en todos los hombres de este mundo. 

(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 17 de agosto de 2013)

miércoles, 7 de agosto de 2013

Paisaje con guitarra

La situación dramática que vive el Centro Superior de Investigaciones Científicas  pone de relieve, una vez más, las contradicciones entre el discurso oficial que elogia la ciencia como factor decisivo e insustituible para la sociedad y el traslado de esas convicciones a los presupuestos. Está claro que esa presumida convicción no existe. Parece que la realidad es la descrita por Jorge Wagensberg: “Los países ricos saben que si son ricos es porque hacen ciencia, mientras que los países pobres creen que si los países ricos hacen ciencia es porque son ricos”.
Esta situación paradójica no es exclusiva de la ciencia. También, de equivalentes formas, aparece en otros ámbitos culturales. La importancia de las artes se destaca constantemente, llevada incluso al centro de la identidad, al corazón mismo de aquello que define nuestra ciudadanía y la articulación de todo tipo de relaciones colectivas. Sin embargo, a pesar de este permanente elogio (que ha servido, también, para justificar lo que nunca debió de ser justificado) los primeros recortes se producen, por lo general, en esa cultura que se proclama indispensable de manera unánime.
Pienso en esto mientras veo el enorme esfuerzo desarrollado por el guitarrista Eduardo Pascual para llevar a cabo otra edición, y son dieciséis, de un festival dedicado a la guitarra en Aranda de Duero. Clases magistrales, conciertos, conferencias y un concurso internacional que ha tenido en el jurado a personalidades de todo el mundo y cuenta en su palmarés con jóvenes intérpretes de gran proyección: Marcin Dylla, Antoon Vandeborght, Omán Kaminsky…

Eduardo Pascual Díez nos aporta una dosis de ilusión y esperanza que todos necesitamos con urgencia. 

(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 4 de agosto de 2013)