Ha muerto Consuelo Izquierdo Amigo, mi querida Cheli. En esos años de instituto, cuando el tiempo era infinito y la felicidad tan intensa que no podíamos ser conscientes de ella, Cheli estaba entre las personas indispensables.
Hemos cantado juntos, con la Coral Almirante Enríquez, músicas de Cabezón, de Victoria... En Navidad, nos reuníamos los más jóvenes y cantábamos por diversos lugares de Medina de Rioseco: en la escaleras de los Padres, o en la plaza Mayor, dibujábamos partituras del siglo XVI sobre el vaho del invierno, ajenos a tanto dolor como vendría luego. Y si pienso en las fiestas de San Juan, Cheli aparece como el aroma de los chopos que lo inundaba todo. Hemos paseado juntos por el canal de Castilla a buscar las estrellas fugaces en esas noches que no han vuelto a repetirse, entre conversaciones en las que siempre mostraba su carácter fuerte y tierno, la mirada limpia de una inocencia que mantuvo hasta el final.
Hace pocos días estuve con ella. Fui para acompañarla, para verla, para darle ánimos. Y fue Cheli quien me dio ánimos y una última lección: la de su actitud ante la enfermedad, el convencimiento de que la vida tiene más fuerza que la muerte.
Querida Cheli: ¿te acuerdas de ese color de los soportales, después de los ensayos del O Magnum Mysterium?, ¿recuerdas cuando bailábamos? Puede que hayan pasado veinticinco años... Yo no bailaba casi nunca, pero contigo sí.
Hace un rato he estado en tu casa y, por primera vez, te he visto y tú a mí no.
Nunca pensé que debería empezar tan pronto a recordarte.