miércoles, 30 de octubre de 2013

Salud y sensibilidad

Parece que nada existe fuera de los datos, de las estadísticas convertidas en arma arrojadiza de una posición y su contraria, como si el mundo se limitase a un objetivo tan pequeño; como si la política debiera despojarse de toda sensibilidad hacia los seres humanos. Una palabra que se desprecia e identifica con algo a medio camino entre la fragilidad y la demagogia. Ante la palabra “sensibilidad” está de moda responder: “por favor, hablemos en serio” y, acto seguido, mostrar unas gráficas –generalmente manipuladas- donde se nos muestra la salud de una persona como una variable más, y no siempre la de mayor importancia.  Tenemos, en demasiadas ocasiones, la impresión de que los ciudadanos no son la finalidad sino el medio. Y es un mensaje que va calando: he visto defender ciertos recortes a personas que no podrían costearse el menor tratamiento fuera de la sanidad pública. Nadie puede estar en contra de aumentar el control y la eficacia del gasto, pero sí de una utilización de esos argumentos con el único fin de rebajar el nivel de la atención a los enfermos.

Durante meses, acompañé a mi padre cada vez que ingresó en el Hospital Pío del Río Hortega, y estuve a su lado en las duras sesiones de quimioterapia. Aprendí entonces que si uno de los cimientos de cualquier sociedad es la educación y el esfuerzo que a ella se dedica, en su red sanitaria reside el corazón mismo de los sentimientos de aprecio y respeto hacia los demás. Ese cuidado es la clave de un baremo que se ignora en los informes a pesar de su enorme trascendencia, ya que certifica no sólo la salud de los miembros de una comunidad, sino también, y en idéntica medida, la propia salud de los valores que la dignifican.

(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 27 de octubre de 2013)

lunes, 14 de octubre de 2013

Lamentos y consuelos

La crisis ocupa todas las conversaciones. En todas partes escuchamos, por breves que sean, unas palabras de lamento y de consuelo. Las consecuencias son de tal magnitud que no sólo resulta imperiosa la necesidad de referirse a ellas: también se percibe un cierto pudor para no ofender a quien carece de trabajo o a quien sabemos que puede perderlo de inmediato. Ese pudor me lo han manifestado muchos amigos, incapaces de expresar sus preocupaciones por considerarlas mínimas y casi ofensivas ante ciertas personas. Asuntos que, sin duda, habrían motivado largos debates por su importancia, pero que ahora la sensibilidad y la empatía con esos amigos o conocidos aconsejan soslayar.
Si no incluyen el despido, hasta graves problemas profesionales son relegados. Más aún: se ha convencido a buena parte de la ciudadanía de que tener un trabajo es una especie de regalo, de lujo, como si fuera un privilegio que graciosamente se nos otorga y en el que va implícito un silencio tan espeso que corre el riesgo de hacer invisibles los derechos laborales.
Lo he vivido ayer mismo, mientras paseaba por la Plaza Mayor de Valladolid con un antiguo compañero, tres años ya desempleado. No sabía qué decirle. No me atrevía a hablar de los temas de siempre cuando él me mostraba la desolación del paro, su mirada implacable y crudísima; el deterioro, incluso, de la convivencia con su pareja en un clima emocional oscuro y carcomido.

Hemos de felicitar a quienes se esfuerzan en la búsqueda de soluciones a este drama; y decir, a quienes a diario mienten sobre lo que vemos delante de nuestros ojos, que aparten su mezquina arrogancia del dolor y la tristeza de aquellos que sufren. 

(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 13 de octubre de 2013)