El
programa que Eva Gigosos y yo presentamos como homenaje a Ángeles Porres no es solamente una
serie de piezas secuenciadas de una forma concreta, sino que está relacionado con
ella misma, con su vida. Chopin, Debussy y Scriabin forman parte de esas
coordenadas que constituyen nuestra
emotividad musical, son puntos esenciales de una evolución que desemboca en el
siglo XX y se abre a una enorme amalgama de estéticas de las que surgen, a su
vez, las obras del resto de compositores, amigos de Angelines. Josep Soler ha
compuesto una pieza en homenaje a Angelines, cuyo título responde a unos versos
de Dante Gabriel Rossetti, al igual que Francisco García Álvarez, que ha tomado
dos melodías populares húngaras recogidas por Kodaly, un músico especialmente
querido por Angelines e importante en el concepto de su trabajo pedagógico.
Junto a ellos, partituras de Pedro Aizpurua, antecesor suyo en la dirección del
Conservatorio de Valladolid, Armand Grèbol y Jesús Legido que, como García
Álvarez, fue alumno de nuestro conservatorio.
En
el texto del programa de mano, Encarna López de Arenosa relata una anécdota que
yo fecho cuando miraba a Angelines desde abajo. Eso no dice nada de la altura
de Angelines, sino de la mía en aquel momento, y, sobre todo, es la prueba de
cómo me resulta imposible pensar mi vida sin su presencia, sin sus palabras
justas, sin esa sonrisa que es pura alegría. El caso es que yo conozco a
Ángeles Porres desde que tenía que tomar aliento para medir los cinquillos en los
exámenes de solfeo, desde ese tiempo que era feliz, maravillosamente feliz,
aunque yo no lo sabía. Dice Rafael Sánchez Ferlosio que “los días felices los
pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes”. Yo no sabía, insisto, que era
feliz cuando paseaba por el vestíbulo del Hospital Viejo, vigilado por los
retratos de Schubert y Wagner. No lo sabía cuando una voz, puede que la de
Angelines, decía: “A ver, el repente”, y ponía ante mí un manuscrito que mis
ojos de niño veían con una dificultad que no he vuelto a advertir después en
toda la música contemporánea.
Y
esa dulzura, siempre. En una escuela rabínica echaban un poco de miel en las
letras para que los niños, al pasar el dedo sobre su forma, se lo llevaran a
los labios. Así aprendían no solamente un contenido concreto, sino que el saber
es dulce. No que se prescinda del esfuerzo, desde luego. Pero sí que la pasión
por el conocimiento, el gozo de pensar como decía Albert Einstein, es uno de
esos momentos dulces de la vida. Angelines, metafóricamente, no ha dejado de
derramar esa miel sobre los pentagramas, y quienes hemos aprendido y seguimos
aprendiendo de ella cada día, no dejamos de sentir ese aroma dulce que es,
creo, la sustancia que nos une a ella con tanta seguridad y tanta fuerza.
Y
la lealtad, siempre. La lealtad es uno de los poquísimos dones que no se dan
directamente al destinatario. Porque demostramos la lealtad en ausencia de la
persona a la que somos leales. Se es leal, ineludiblemente, en ausencia del
otro, y es esa lealtad la que lo hace presente. Por eso, también, queremos
tanto a Angelines, y por esa natural empatía, por buscar lo común para entender
mejor las posibles divergencias y convertirlas en un crecimiento mutuo. Y
sentir los problemas e intentar solucionarlos sin actuar con superioridad. Para
Álvaro Siza, arrogante es lo que traiciona el contexto. Se refiere,
naturalmente, a la arquitectura, pero podemos trasladarlo a las relaciones
personales y encontrar el mismo sentido. Como a esa idea de Carlos Castilla del
Pino, según la cual en la medida en que hay una ostentación hay también una
deficiencia. Angelines sabe que lo verdaderamente nuestro siempre es aquello
que hemos dado. Toda su vida ha sido así: con Ángel, sin el que es imposible
entenderla; un hombre que, discretamente, ha dado desde hace tantos años, el
principal apoyo emocional y un infatigable estímulo en su trabajo. Ellos y sus
hijos, son una familia abierta a todos.
Querida
Angelines: un día, mientras estábamos ante una mesa repleta de papeles, me
dijiste: “Diego, me gusta trabajar contigo”. Jamás lo olvidaré. Mi vida hubiera
sido muy distinta si no te hubiera conocido cuando era un niño que sólo estaba
seguro de que deseaba ser músico. Ahora, treinta años después, sigo con esa
única certeza.
Hemos
trabajado juntos, hemos reído juntos y hemos llorado juntos.
Gracias
por todo, Angelines.
Te
quiero mucho.