La
infancia se transforma a lo largo de toda la vida, y es hermoso notar los brotes de una nostalgia dulce, la emoción de
unas palabras que, sin pretenderlo, habían sido olvidadas y aparecen
de pronto. Sin embargo, el
pasado también aumenta con la oscuridad y el silencio de la muerte: el dolor
hace crecer el pasado con más fuerza que el tiempo.
Esos huecos nos definen, nos constituyen y, tantas veces, son la respuesta
para los silencios que no sabemos rellenar con nada,
para la súbita inquietud que no somos capaces de justificar.
También somos aquello que alguna vez fue nuestro: el amor que la vida despierta a su capricho y la luz que el recuerdo enciende
cada día. A veces necesitamos atrapar esa luz con las palabras, sujetarla en el
papel para que siga latiendo entre los dedos y poder mostrar la mayor gratitud
con la misma ternura que hemos sentido al recibirla.
Escucho la voz de José Antonio Pizarro de Hoyos nombrando las
estrellas al mirar por la ventana, como si nos transmitiera un mensaje que le
era dictado por el asombro de la belleza. Esa belleza que, al proporcionarnos
una mirada común, es la causa que nos permite reconocernos en un “nosotros”.
Así, viendo mi pasado entero podría describir su secuencia ante mis ojos y agradecer
el gran cariño de cada uno de los habitantes de mi ciudad, Medina de Rioseco.
No hay un solo espacio suyo que carezca de sentido para mí. El ámbito se cierra
pero sus pliegues son interminables: “La arena es infinita, el desierto acaba”,
señala un aforismo de Fernando Aramburu. Esa arena me concierne y en ella
habitan los hombres que yo he sido y sus edades, pues nuestra forma de ser es
nuestra forma de amar.
Y al dar las gracias, nos damos.
Y al dar las gracias, nos damos.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 23 de junio de 2013)
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