Desde
el comienzo de la crisis resulta curioso comprobar cómo una parte del léxico
económico se ha incorporado naturalmente a las conversaciones de quienes, hasta
el momento, jamás habían empleado esa terminología, ni mostrado el menor
interés por estos asuntos. Así, en cualquier reunión podemos escuchar
acaloradas discusiones entre un profesor de música y un botánico, pongo por
ejemplo, a propósito de las “acciones preferentes”, el “relevamiento de las
expectativas del mercado” o la “volatilidad de un valor”, apreciándose un
especial énfasis en “la demanda agregada” o el “swap de divisas”.
Nunca
he entendido que una materia primordial y omnipresente como la economía
estuviera incluida de un modo tan escaso en los planes de estudio. Pero pienso
que el empleo de estos conceptos está menos relacionado con un imprescindible
afán por conocer que con el factor clave de todo tiempo crítico: el miedo. Al
nombrar nos sentimos más seguros, y deseamos que ese aparente control del
lenguaje nos permita dominar el temor y la angustia. Además, cuando se hace el
esfuerzo de comprender algo para lo que no se tienen instrumentos de análisis,
suele caerse en la intransigencia o en la melancolía, y la primera prueba es el
alejamiento de un entorno, el propio, que sí se puede interpretar.
Al
ponerse de relieve el drama de una pobreza que se agrava cada día, al ver cómo
hay personas que se suicidan mientras quienes tienen orden de desahuciarles suben
por la escalera de su vivienda, se ha desmoronado el espejismo de ser expertos
en lo que se ignora, para sentir una empatía que nos acerque a quienes sufren y
nos permita abrir un camino urgente y eficaz ante esta devastación económica y
ética.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 25 de noviembre de 2012)
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