Esa
ilusión de dividir el tiempo: pensar que comienza otro capítulo donde los
errores puedan corregirse, junto al deseo de que una esperanza, mayor o menor
fundada, se disuelva entre los números de un calendario que va sucediéndose,
implacable, en el intento de aportar un orden y, con él, un espejismo de
tranquilidad.
El
nivel de incertidumbre necesita un equilibrio, ya que su descompensación tiene
efectos inmediatos: cuando ese nivel es mínimo, aparece el hastío; cuando es
elevado, todo se tiñe de angustia y miedo. Podemos aplicarlo a cualquier ámbito
y, por supuesto, a nuestra propia vida, que necesita referencias ya
experimentadas, imprescindibles para sentir cierta seguridad, pero también, de
forma inseparable, precisa del estímulo de lo desconocido que alimenta la
pasión por descubrir y llevar más lejos ese horizonte inicial con el que nunca
tenemos que conformarnos.
No
es fácil encontrar en las últimas décadas un nivel de incertidumbre tan alto
como el de este curso que ahora comienza. Parece que ha pasado a ser provisional
incluso aquello que considerábamos consolidado e inamovible: los cimientos de
un concepto específico de sociedad. Las gravísimas consecuencias de la crisis
no sólo dejan sin respuestas –creíbles, al menos- a buena parte de quienes tan
brillantemente analizan por qué erraron en cada uno de sus diagnósticos
previos, sino que ha desplazado las preguntas esenciales sobre el lugar que
ocupa el ser humano en una actividad política que lo ha excluido -o al menos lo
empuja- del centro de sus preocupaciones para transformarlo en un factor
secundario, muy lejos de esa idea que expresó Václav Havel de un modo tan bello
y sintético: ética puesta en práctica.
(Publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 2 de septiembre de 2012)
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