domingo, 15 de abril de 2012

Mi padre

En ocasiones es un objeto, una palabra o -tantas veces- una música la que actúa como un foco en la memoria: una luz que se abre paso en el silencio del olvido o en las tupidas redes que va tejiendo la tristeza. Y, de pronto, vuelve a nosotros algo que creíamos desaparecido para siempre. Y llega acompañado de una emoción nueva, de esa emoción que aporta cuanto hemos vivido desde entonces. Esa experiencia que se acumula en la memoria y, alternativamente, la alumbra o la cubre de polvo. 
El 14 de abril era el cumpleaños de mi padre. Ese día escuchábamos los discos que le habíamos regalado. "No ha salido ninguno flamenco", le decía a mi madre cuando le pedíamos que apagase o, por lo menos, bajara el volumen de unas bulerías cantadas por Manolo Caracol, "Porrinas" o "El Agujetas". Cantaba muy bien. Cantaba constantemente. Mientras trabajaba (lo mismo colocando una fachada que montando un panteón...: era marmolista), mientras conducía... en cualquier momento. Cantaba. Le oíamos llegar a casa un poco antes de que abriese la puerta. Él no podría imaginar cuánto echo de menos escucharle. Precisamente yo, que le cambiaba en el coche una cinta de Camarón por otra de Ligeti y me pasaba el día estudiando partituras contemporáneas. ("¿No puedes tocar a Chopin o a Falla, hijo?"). 
Lo que más añoramos de la vida son los momentos cotidianos. Esos momentos que no percibíamos, que parecían triviales; que eran, como respirar, inconscientes e indispensables. Es en esa atmósfera donde se aprenden las lecciones más importantes de la vida. 
Siento una infinita impotencia por no poder contarle tantas cosas que han sucedido en los últimos siete años, por saber que nunca conocerá a esas personas para mí esenciales de las que no llegó a saber nada, ni siquiera a sus nietos, a él, que le apasionaban los niños y besaba y abrazaba a cualquiera de los que veía. 
A pesar de todo, me consuela la certeza de que fue un hombre feliz. Disfrutó de todo con un extraordinario amor por la vida. Albert Sardà, en la dedicatoria de la pieza que compuso en su memoria, decía que su carácter estimulaba las ganas de vivir. Román Alís, Josep Soler y Francisco García Álvarez le dedicaron también piezas bellísimas. 
En Tierras de penumbra se dice que "el dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces". Lo recordé en su entierro y lo recuerdo siempre. Si somos imprescindibles es únicamente gracias al amor. Sólo el amor nos hace únicos. Porque podemos sustituir todo, excepto lo que amamos.

Un beso, papá.

6 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Primero nos unió la admiración por el trabajo de cada uno, luego la amistad al conocernos y sabernos por azar unidos a través de terceros. Sabemos también que nos une una fecha.
Un abrazo, Diego.

Anónimo dijo...

Tus recuerdos,forman parte de ese tesoro que guardas en lo más profundo, en lo más ignoto para los demás.
Pero generosamente, tú los explicas, nos dejas compartirlos. Y en ese momento nuestra sensibilidad flota, se hace carne y asoma la vida vivida o por vivir.
Como cuando escuchamos tus músicas.
Gracias, Diego. Gracias por ser tan grande.

José Manuel Brea dijo...

Sé lo que se siente con semejante pérdida adelantada, querido Diego; de ese vacío inefable que desasosiega. Pero seguro que estará muy orgulloso de su hijo.
Un fuerte abrazo.

Antón de Muros dijo...

Has hecho una muy buena descripción del sentimiento que nos embarga cuando perdemos a un ser querido.
En mi caso pienso en mi madre.

Un saludo desde el sur.

Antón.

Merche Pallarés dijo...

Sigues siendo fiel a la memoria de tu padre, lo cual te honra muchísimo querido Diego. Le has dedicado otro precioso y merecido elogio. Muchos besotes, M.

Anónimo dijo...

Un abrazo,dilecto.
Toño.