El 3 de enero de 1892, André Gide escribió en su diario unas palabras que necesito decir hoy: “Me preocupa no saber quién seré, ni siquiera sé quién quiero ser; pero bien sé que hay que elegir. Querría andar por caminos seguros, que lleven sólo allí adonde habría decidido ir; pero no sé; no sé lo que debo querer. Siento mil identidades posibles en mí; pero no puedo resignarme a no querer ser más que una. Y me asusto, a cada instante, a cada palabra que escribo, a cada gesto que hago, de pensar que es un rasgo más, imborrable, de mi figura, que se fija; una figura dudosa, impersonal; una figura cobarde, puesto que no he sabido elegir y delimitarla fieramente”.
No creo que este fragmento sea fruto de cierta inconsciencia juvenil –Gide tenía veintidós años cuando lo escribió-, sino de la inquietud de quien no se resigna a la vida horizontal y plana a la que sucumbe la mayoría. Esa visión de la existencia con un carácter, por usar términos musicales (Gide tocaba el piano), polifónico, vertical, conlleva una angustia permanente. Pero Josep Soler nos ha enseñado, aunque en un contexto distinto, que el arte es un medio de aumentar el nivel de angustia, y que todo artista necesita afirmar aquel fondo básico y esencial de la angustia, que es pórtico a la obra de arte; éste no es sublimación de una neurosis ni medio de curación para ella: debe ser un modo de aumentarla y así hacerla aún más patente. En su conclusión no hay concesiones: el consuelo del dolor es más dolor. Si consideramos, como Josep, que en un mundo perfecto no existiría el arte, y que es comparable el vacío de esa pérdida –de la nostalgia del paraíso- con la más concreta de la muerte de alguien a quien amamos, tiene sentido unir esta idea con otra que escribió Nietzsche con apenas catorce años: “una característica singular del corazón humano es que, si sufrimos una gran pérdida, en vez de esforzarnos por olvidar, tratamos de pensar en ello lo más a menudo posible, como si en el continuo relatarnos a nosotros mismos nuestra desgracia lográsemos un verdadero consuelo para nuestro dolor”.
No creo que este fragmento sea fruto de cierta inconsciencia juvenil –Gide tenía veintidós años cuando lo escribió-, sino de la inquietud de quien no se resigna a la vida horizontal y plana a la que sucumbe la mayoría. Esa visión de la existencia con un carácter, por usar términos musicales (Gide tocaba el piano), polifónico, vertical, conlleva una angustia permanente. Pero Josep Soler nos ha enseñado, aunque en un contexto distinto, que el arte es un medio de aumentar el nivel de angustia, y que todo artista necesita afirmar aquel fondo básico y esencial de la angustia, que es pórtico a la obra de arte; éste no es sublimación de una neurosis ni medio de curación para ella: debe ser un modo de aumentarla y así hacerla aún más patente. En su conclusión no hay concesiones: el consuelo del dolor es más dolor. Si consideramos, como Josep, que en un mundo perfecto no existiría el arte, y que es comparable el vacío de esa pérdida –de la nostalgia del paraíso- con la más concreta de la muerte de alguien a quien amamos, tiene sentido unir esta idea con otra que escribió Nietzsche con apenas catorce años: “una característica singular del corazón humano es que, si sufrimos una gran pérdida, en vez de esforzarnos por olvidar, tratamos de pensar en ello lo más a menudo posible, como si en el continuo relatarnos a nosotros mismos nuestra desgracia lográsemos un verdadero consuelo para nuestro dolor”.
1 comentario:
Gracias por tu entrada. Además, desde hace casi año me machaca una obsesión parecida en cuanto a la relación entre el arte y la angustia. Me atormenta sentir la necesidad artística (preocupándome que se plantee ya como necesidad, pues mi razón la rechaza) y que ella me cree como bien defines: angustia. Pensé desarrollarlo en el blog, pero preferí esperar...
Un beso enorme
Rober
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