jueves, 29 de julio de 2010

Tocar los libros

Leo Tocar los libros, de Jesús Marchamalo, y anoto este fragmento: "Me contaron de Cortázar una historia fantástica; la de esa biblioteca deshojada, volandera, en Italia. Viajaba con su mujer, Aurora, a mediados de los años cincuenta, en tren, y para no cargar con equipaje innecesario acostumbraban a comprar libros en las librerías de las estaciones, para los trayectos. Compraban un título que leían juntos, en general primero Julio, que cuando terminaba una página la arrancaba y se la pasaba a Aurora, sentada a su lado, que cuando acababa de leerla la arrojaba por la ventanilla".

lunes, 19 de julio de 2010

Tarrasa y Barcelona


El jueves di un recital en el Auditorio de Tarrasa.
Poco antes, participé en una mesa redonda junto a Jacobo Durán-Loriga, Enric Ferrer, Armand Grèbol y Albert Sardà, dentro del Curso de Música Contemporánea, que alcanza este año su vigésima edición.



Después, Álvaro y yo hemos estado tres días en Barcelona, disfrutando de la ciudad -y sufriendo las altas temperaturas- con Cati y María-José Santos; con Francesc Mitjana y Josep Soler.
Por fin, pude conocer personalmente a Nuria Casellas, autora de los bellísimos versos sobre los que Josep compuso sus
Cuatro estudios-poemas.

jueves, 8 de julio de 2010

El nudo de la pérdida

La revista Cuadernos del matemático publica una preciosa reseña de Luis-Ángel Lobato a mi segundo libro de diarios:

En abril de 2005, el músico y escritor nacido en Medina de Rioseco (Valladolid) Diego Fernández Magdaleno nos sobresaltó con la publicación de su diario, corres­pondiente al año 2004, El tiempo incinerado. Ahora, de la mano de la misma editorial, que con tanto acierto y delicadeza dirige el querido poeta y editor Luis Felipe Comendador, aparece Razón y desencanto, nuevo diario que abarca los años 2005 y 2006.
La raíz última de este diario —del que comentaré tres o cuatro ideas que me obsesionan, dejando para los lectores la trama— es la necesidad de ser escrito. En esa urgencia está su finalidad. Se trata de un libro obligato­rio, ya que supone un ajuste de cuentas del autor con el entorno, el suyo propio y el de los seres queridos con los que convive. Más aún; con el mundo en el que habita, que adquiere trascendencia porque subsiste algo que llamamos música, pintura o literatura; también hospi­tales, dolor y enfermedad; incluso los rescoldos de una pasada placidez.
En marzo de 2005 muere Diego Fernández Piera, su padre, uno de los hombres más dignos que yo he cono­cido, quien sabiendo de su propia enfermedad, nunca le faltó un gesto de ánimo hacia mí, hacia mis futuros ver­sos. Esa misma dignidad es la que recorre todo el libro de su hijo Diego; también el apremio imposible de recupe­rarlo: "Renunciaría a tener hijos si con ello lograra que él estuviera aquí. Sin duda. No hay compensaciones entre seres humanos". Es entonces cuando la misma realidad se desvanece y se afinca el nudo silencioso de la pérdida, que deambula entre habitaciones y corrales, a través del reflejo de las calles y ensombreciendo rostros asustados. Yo, como lector -y mi amistad con Diego se cuenta por decenios—, quedo atrapado y admirado por el her­videro de lecturas, citas y nombres que convergen, sin piedad para la ignorancia, en las páginas de su libro. Y se lo agradezco: no lo hace para recrearse en su cultura enciclopédica, sino que esos autores, poemas y partituras remarcan la desolación de su circunstancia y él los con­vierte en supervivencia, en esa entereza que luego, con generosidad, comparte con los amigos.
Después de dos intensas lecturas, diría que estarnos ante un libro sobre interrogantes, sobre ciertas incógni­tas de la vida y de un hábitat que late, al fondo de los días, como una locomotora incansable: el porqué de la muerte y del vacío que nos penetra tras su retirada, del inhumano orden de la Historia, de la oligarquía de dos partidos políticos —esto es cosecha mía, pero imagino que Diego me lo aceptará- o de un sistema educativo que ningunea a genios como T. S. Eliot, Richard Estes o Arnold Schönberg.
Transcurren los meses y las aguas negras del tiempo no sepultan —nunca lo harán- las ruinas del dolor y hacen absurdos e insoportables los acontecimientos que otros se toman —con alegría— a vida o muerte: demostrar ser más de izquierdas que los demás, creerse en posesión de las claves de la economía de occidente o aparecer orgulloso con un horrendo relato en una recopilación sin ni siquiera haber participado en el certamen. Pero no siempre esto sucede; a veces se congela el desconsuelo, durante un par de horas, en momentos íntimos y senci­llos: el café con unos compañeros, las charlas informales sobre cine o literatura, los encuentros imprevistos en una librería, los viajes familiares, los conciertos...
El sábado, 2 de septiembre de 2006, nace Pablo, el hijo de Diego, el nieto de su padre Diego. Ante el ama­necer de otra vida, quizás con una nueva música en los ojos, nuestro autor, artífice también de un brutal y pre­monitorio poemario que le persigue por la sangre, titula­do Libro del miedo, escribe el 31 de diciembre de 2006: "Mi padre. Esta imagen que sueña con dejar el invierno suspendido en la luz". Y así, sin concesiones, concluye, como una losa en el cerebro, este duro y milagroso diario.