Cuando vi a Néstor Novo en la puerta, con una bandeja de pasteles, lo recordé: su padre -mi amigo Antonio, mi querido Toto- habría cumplido cien años.
Era un hombre bondadoso hasta el extremo, capaz de un desprendimiento material que le hacía único e invulnerable. Junto a Toto pasé casi toda mi adolescencia, feliz al disfrutar de su admirable ejemplo, de una sabiduría que llenaba cada hora de sorpresas, de misterios desvelados: la plenitud de un ser irrepetible.
Cuando Toto murió, Néstor puso junto a él una bolsa con objetos que fueron muy importantes en su vida. Además, algunas fotos. En una de ellas, Toto y yo mirábamos a la cámara.
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