
Volver, en la mirada última del padre, a un mundo pequeño, delimitado claramente e inabarcable a la vez, capaz de dar cobijo y proteger del miedo. Así va dibujándose el autor, palabra tras palabra, explicando cómo el tiempo juega con la memoria. Y viceversa.
Dice Juan Cruz que su padre nunca se quiso despedir. El mío, tampoco. A mí, como a él, me miró en la habitación de un hospital, sin preguntar nada, que es una forma de preguntarlo todo.
En Ojalá octubre la melancolía salta de la línea hasta el lector, lo envuelve en una espuma blanca para que entienda, de una vez por todas, que "el horizonte es una casa que también se pierde".
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