Decía
Carlos Castilla del Pino que un maestro lo es con independencia de lo que
enseñe. Pedro Aizpurua es un perfecto ejemplo de esa idea. Desde hace más de
medio siglo, su presencia en Valladolid ha sido un verdadero regalo para los
músicos –Jesús Legido y Francisco García Álvarez entre ellos- que hacían un
gran esfuerzo por conocer y estudiar la música contemporánea compuesta en todo
el mundo. Pedro llegaba de sus viajes con un material tan valioso -y escaso en
esos momentos- como las últimas obras de Ligeti, Boulez, Nono, Henze o
Lachenmann. Lo compartía con la sencillez y la humildad que han ido dibujando
su rostro y su voz a lo largo del tiempo. Pedro se refería a la música y,
también, a las últimas exposiciones y películas, a los nuevos ensayos que iba a
llenar de subrayados y originales anotaciones, muy útiles para quienes
leeríamos esos textos enriquecidos por él.
No
conozco a nadie que haya vivido tal número de actividades apasionadamente y a
la vez tan desanclado, en una profundidad que le impide cualquier atadura o
dependencia. Pedro jamás ha hablado el lenguaje obsceno del narcisismo, de esa neurótica
vanidad que ensucia cuanto roza. Es evidente que una personalidad así ayuda
poco a la difusión de su trabajo. Por eso he sentido una enorme alegría al
saber que el próximo viernes, 20 de septiembre, volverá a interpretarse su
maravillosa Cantata de las Edades del
Hombre, en el Centro Cultural Miguel Delibes.
Algunos
días, mientras hablamos, intento captar su estado de ánimo, sin conseguirlo
nunca. Les sucede igual a otros amigos. Aunque creo que, si le preguntásemos,
podría respondernos con las palabras de Pedro Casaldáliga: “No soy triste ni
alegre, soy poeta”.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 15 de septiembre de 2013)
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