La
crisis ocupa todas las conversaciones. En todas partes escuchamos, por breves
que sean, unas palabras de lamento y de consuelo. Las consecuencias son de tal
magnitud que no sólo resulta imperiosa la necesidad de referirse a ellas:
también se percibe un cierto pudor para no ofender a quien carece de trabajo o
a quien sabemos que puede perderlo de inmediato. Ese pudor me lo han
manifestado muchos amigos, incapaces de expresar sus preocupaciones por considerarlas
mínimas y casi ofensivas ante ciertas personas. Asuntos que, sin duda, habrían
motivado largos debates por su importancia, pero que ahora la sensibilidad y la
empatía con esos amigos o conocidos aconsejan soslayar.
Si
no incluyen el despido, hasta graves problemas profesionales son relegados. Más
aún: se ha convencido a buena parte de la ciudadanía de que tener un trabajo es
una especie de regalo, de lujo, como si fuera un privilegio que graciosamente
se nos otorga y en el que va implícito un silencio tan espeso que corre el
riesgo de hacer invisibles los derechos laborales.
Lo
he vivido ayer mismo, mientras paseaba por la Plaza Mayor de Valladolid con un
antiguo compañero, tres años ya desempleado. No sabía qué decirle. No me atrevía
a hablar de los temas de siempre cuando él me mostraba la desolación del paro,
su mirada implacable y crudísima; el deterioro, incluso, de la convivencia con
su pareja en un clima emocional oscuro y carcomido.
Hemos
de felicitar a quienes se esfuerzan en la búsqueda de soluciones a este drama;
y decir, a quienes a diario mienten sobre lo que vemos delante de nuestros
ojos, que aparten su mezquina arrogancia del dolor y la tristeza de aquellos
que sufren.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 13 de octubre de 2013)
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