“Quien no conozca a un auténtico cockney, quien no pueda alejarse de las tiendas y los teatros para torcer por una callejuela lateral y llamar a la puerta de una casa particular, no puede jactarse de conocer Londres”. Así comienza el primero de los textos reunidos en Londres, de Virginia Woolf, donde nos lleva al auténtico interior de la ciudad, porque para comprenderla realmente, “no tan sólo como bello espectáculo, mercado, tribunal y hervidero de industriosa actividad, sino como lugar donde la gente se conoce, habla, ríe, se casa, muere, pinta, escribe, actúa, gobierna y legisla, resultaba esencial conocer a la señora Crowe. Era en su salón donde los innumerables fragmentos de la vasta metrópoli parecían confluir en un todo vivaz, comprensible, divertido y agradable. Viajeros ausentes durante años, hombres maltrechos y curtidos recién llegados de la India o de África, de largos viajes y aventuras entre tigres y salvajes, acudían derechos a la casita en la callejuela tranquila para sumirse sin demora en el corazón de la civilización. Pero ni tan siquiera Londres podía mantener con vida para siempre a la señora Crowe. Cierto día, la señora Crowe ya no se sentó en su sillón junto al fuego al dar las cinco, María dejó de abrir la puerta y el señor Graham desapareció de su puesto junto a la vitrina. La señora Crowe ha muerto, y Londres, aunque sigue existiendo, nunca será igual”. Desde allí, Virginia Woolf nos lleva a la desolación de los muelles, a la descarga de productos y las sorpresas que esconden, para encontrarlo, ya transformado, en Oxford Street, dispuesto a ser adquirido por un precio asequible. La calle nos recuerda “que la vida es lucha, que toda edificación es perecedera, que toda exhibición es vanidad”. Según la escritora, “el encanto del Londres moderno consiste en que no ha sido construido para durar, ha sido construido para pasar”, aunque hay casas que encierran más claves de las personas que han vivido en ellas que las propias biografías, como las de Carlyle y Keats, que Virginia Woolf retrata prodigiosamente, al igual que Saint Paul, la abadía de Westminster o Saint Clement Dane, el poder de esos espacios y su valor simbólico. El recorrido finaliza en la Cámara de los Comunes, con la mediocridad de los políticos, en los que echa de menos las deslumbrantes personalidades de otros tiempos, junto a un esbozo del aprecio escaso por la democracia que sentía: “Esperemos que la democracia llegue, pero que llegue dentro de cien años, cuando estemos ya bajo la hierba”.
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