Hace unos meses murió Isabel Guerras y ahora, con la llegada del otoño, el fallecimiento de María Luisa Velasco crea un nuevo vacío que la memoria insiste en rellenar: la memoria busca palabras para sostener un silencio que lo invade todo; palabras, en definitiva, que no dicen nunca adiós, sino que desean mantener la vida en el propio nombrar. Por eso, cuando intentamos decir adiós a María Luisa, esa lluvia de palabras nos trae colores, rostros y lugares unidos a ella y de los que siempre formará parte. Me resulta imposible imaginar el conservatorio de aquellos años sin el inconfundible timbre de su voz resonando en el aula con una vitalidad extraordinaria y ese espíritu pleno de amor por la música, reconocible en sus constantes recomendaciones de libros, grabaciones y, por encima de todo, de la insustituible experiencia del concierto. Varios amigos se han referido a la constante presencia de María Luisa en recitales y representaciones operísticas, que la llevaban a multitud de viajes, desde los principales teatros europeos hasta la más escondida ermita en la que fuese a sonar un instrumento. Sabía que la belleza aparece, convocada por la música, en instantes y espacios siempre imprevisibles.
En el conservatorio nos transmitía su pasión por el órgano y esas maravillosas músicas compuestas por Aguilera de Heredia, Correa, Bruna y muchos otros que nos acompañan junto a ella, al lado de quienes fuimos amigos, compañeros, alumnos…
La muerte de María Luisa me ha hecho sentir de nuevo lo perfecto que era el mundo en mis años de estudiante, cuando entraba en su aula con los apuntes, el libro de transporte y una partitura de Schubert, al que adoraba tanto como a Wagner. Todo estaba en su sitio. El presente, hoy, está poblado de ausencias, de manos y de voces que nos faltan. Pero a veces las sentimos en nosotros, como esos años en los que la música de Schubert nos llenaba de una luz que vuelve con la intensidad de lo perdido.
Artículo publicado hoy en El Norte de Castilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario