sábado, 17 de noviembre de 2012

Razón común


Habían insistido varios profesores del instituto en que íbamos a escuchar a un gran escritor, pero éramos adolescentes y a menudo comprobábamos que el interés de los adultos coincidía en raras ocasiones con el nuestro. Así que llenamos la sala del peculiar y transparente escepticismo que caracteriza esos años y, sin grandes expectativas, esperamos la llegada de aquel hombre tan destacado. Apareció y todos guardamos silencio, ese silencio palpitante que parece propicio para que fluyan la emoción y el asombro. Recitaba poemas intercalando comentarios y preguntas que hacía mientras estiraba un collar por encima de una camisa llena de los más diversos dibujos y colores. Nos impresionó, sin duda, porque ninguno esperaba ni remotamente lo que estábamos presenciando. Y fue conmovedora la autenticidad que transmitía, la fuerza y la pasión en su lectura, la deslumbrante lucidez que sentíamos como una celebración de la inteligencia.
               Se llamaba Agustín García Calvo y, en ese mismo instante, comencé a buscar sus libros y artículos, cualquier mención que se publicara en periódicos y revistas, muchas de éstas nada fáciles de conseguir. Además de sus textos, me descubrió los de autores (Parménides, Aristófanes, Plauto, Lucrecio, Sem Tob…) a quienes leí por primera vez gracias a él.
              Ahora, tras su muerte -al margen de algunos de sus planteamientos políticos, que ya desde entonces me resultaban poco próximos-, estoy convencido de que el conjunto de su obra ha de seguir alentando una esperanza en  esta sociedad que a veces desprecia lo mejor de sí misma y permite que la injusticia y la mezquindad acaben abalanzándose, puede que irremediablemente, sobre el amor, la libertad y la belleza.   

(Artículo publicado el El Mundo, edición de Castilla y León, el 11 de noviembre de 2012)

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