Desde la ventana de mi cuarto veo los cipreses del cementerio. En Medina de Rioseco el presente y el pasado conviven unidos, casi rodeándonos, porque reproducimos las palabras y ocupamos los espacios de quienes no están. Así late en ellos algo de nuestra vida, y nosotros tenemos algo de su ausencia en la mirada.
Desde la ventana veo los cipreses entre los que está mi padre -cómo suena, papá, el granizo en tu lápida- junto a tantos amigos... Cada día que voy mi última visita es para Cheli y, con ella, el fulgor de la adolescencia y la juventud. A veces, mientras bajo por la cuesta hacia casa, me parece que envejezco apresuradamente, porque no hay tiempo ya que no esté ajado por el dolor.
Pedro Aizpurua cumple hoy 92 años y, con sólo pensar en él, una sonrisa comienza a abrirse paso en la tristeza y se apoya en las palabras de quien me enseñó que el silencio no está vacío, que sólo es nuestro lo que damos, que la vanidad es un sumidero y el amor un regalo que jamás se acaba de ofrecer del todo.
Qué texto más emotivo, Diego. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Pedro.
ResponderEliminarAbrazos.
¡Qué belleza y qué melancolía tiene ese texto!
ResponderEliminarY la música... ¡ay, esa música tan especial, ese regalo hermoso!, me trae recuerdos de una mañana de escucha en Valladolid y el sonido y el reencuentro con un amigo.
Un fuerte abrazo Diego.
PS Felicidades al maestro. Por su música y por estar ahí, tan vivo.
Muchas gracias, Paz.
ResponderEliminarUn beso muy grande.
Siempre pensé que eras una persona especial. Y no sabía quien se escondía detrás de tu imagen en ese café tan frecuentado por los riosecanos. No me equivoqué. Gracias por tu música y por tu prosa.
ResponderEliminarMil gracias, Elena.
ResponderEliminarMuchos besos.