Parece
que nada existe fuera de los datos, de las estadísticas convertidas en arma
arrojadiza de una posición y su contraria, como si el mundo se limitase a un
objetivo tan pequeño; como si la política debiera despojarse de toda
sensibilidad hacia los seres humanos. Una palabra que se desprecia e identifica
con algo a medio camino entre la fragilidad y la demagogia. Ante la palabra
“sensibilidad” está de moda responder: “por favor, hablemos en serio” y, acto
seguido, mostrar unas gráficas –generalmente manipuladas- donde se nos muestra
la salud de una persona como una variable más, y no siempre la de mayor
importancia. Tenemos, en demasiadas
ocasiones, la impresión de que los ciudadanos no son la finalidad sino el medio.
Y es un mensaje que va calando: he visto defender ciertos recortes a personas
que no podrían costearse el menor tratamiento fuera de la sanidad pública.
Nadie puede estar en contra de aumentar el control y la eficacia del gasto,
pero sí de una utilización de esos argumentos con el único fin de rebajar el
nivel de la atención a los enfermos.
Durante
meses, acompañé a mi padre cada vez que ingresó en el Hospital Pío del Río
Hortega, y estuve a su lado en las duras sesiones de quimioterapia. Aprendí
entonces que si uno de los cimientos de cualquier sociedad es la educación y el
esfuerzo que a ella se dedica, en su red sanitaria reside el corazón mismo de
los sentimientos de aprecio y respeto hacia los demás. Ese cuidado es la clave
de un baremo que se ignora en los informes a pesar de su enorme trascendencia,
ya que certifica no sólo la salud de los miembros de una comunidad, sino
también, y en idéntica medida, la propia salud de los valores que la dignifican.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 27 de octubre de 2013)