Al
conocer la triste noticia de su muerte, leo de nuevo algunas de las cartas que
Luis de los Cobos me envió desde 1994, año en el que está fechada la primera de
ellas. Abro los sobres con ese pequeño temblor que sacude a la memoria cuando
un tiempo se cierra para siempre y las palabras nos trasladan, sin esfuerzo
alguno, al momento en el que llegaron a través del correo, recién escritas.
No
había escuchado el nombre de Luis de los Cobos hasta que Miguel Frechilla lo
pronunció en una de sus clases. Le mostré de inmediato mi curiosidad por
estudiar las partituras de su amigo, nacido como él en Valladolid, y al que
circunstancias de diversa índole habían llevado a residir en Ginebra. Sólo más
tarde supe de la enorme fortaleza que constantemente opuso a la adversidad y al
dolor.
Ignoro
de qué podía yo hablarle, salvo por lo que deduzco de sus respuestas, pero me
causaba asombro –y me conmueve ahora- la sinceridad con la que se dirigía a mí,
expresándome el urgente deseo de finalizar ciertas obras frente a la enfermedad
acechante, o la tristeza producida por la escasa presencia de su música en
España. Todo esto estuvo presente en una conversación, inolvidable, que
mantuvimos mientras dábamos un largo paseo por la ciudad donde transcurrió su
infancia y juventud. Compró unos juguetes para sus nietos y vi que proyectaba
en ellos una idea de felicidad llena de frescura y, también, de alivio y consuelo.
Nos despedimos. Nuestra correspondencia fue espaciándose poco a poco y sus
posteriores visitas me encontraron siempre de viaje.
Escucho
una de sus primeras piezas. Le digo adiós y vienen, sin avisar, dos versos de
Juan Gelman: “En mi puerta el sol dora / pasados por venir”.
(Artículo publicado en El Mundo, edición de Castilla y León, el 9 de diciembre de 2012)
Todos seguimos vivos de alguna manera cuando permanecemos en el recuerdo de los seres queridos. Un abrazo desde Gran Canaria.
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